jueves, 20 de diciembre de 2012

El tablero de ajedrez








Ángela llamó al timbre. La muchacha, de apenas dieciséis años, estaba un poco nerviosa pues era la primera vez que hacía una cosa así y tenía miedo de que hubiera ido a topar con un pervertido de esos que se hacen pasar por artistas o fotógrafos. ¡Había escuchado tantas historias! Pero necesitaba el dinero y llamó de nuevo.
De pronto, la puerta se abrió con brusquedad y apareció un anciano enclenque y arrugado. Parecía sacado de una película de terror. El hombre no dijo nada, y se limitó a mirar fijamente a la chica. La muchacha tragó saliva y preguntó por el anuncio, señalando el periódico. El anciano, asintiendo con la cabeza, la hizo pasar con un gesto. Ángela vaciló por unos instantes, pero acabó entrando. No podía elegir. Necesitaba el dinero.
El anciano, con paso tembloroso pero decidido, la llevó por un largo corredor que parecía no acabar nunca. Infinidad de cuadros, de todos los tamaños y estilos, decoraban unas paredes rancias y amarillentas. El aire estaba algo viciado y despedía un cierto hedor a naftalina. Parecía un viejo museo con toda clase de bodegones, paisajes y retratos antiguos en los que, misteriosamente siempre aparecía el ajedrez como tema pictórico. Finalmente llegaron ante una puerta carcomida por los años y el anciano, abriéndola de par en par, la invitó a pasar. La muchacha obedeció, con algo de miedo, pero acabó pasando, una vez dentro, Ángela pudo observar una sala grande, perfectamente iluminada por los rayos de luz que se filtraban a través de unos anchos ventanales. La sala, con manchas de pintura en el suelo, estaba repleta de cuadros, cientos de cuadros y todos ellos de ajedrez. También había varios caballetes y flotaba en el ambiente un inconfundible olor a aguarrás y trementina. Sin duda, era el estudio de un pintor, aunque un pintor muy singular.
El anciano se presentó como Andrés Velasco y, señalando sus cuadros le confirmó que era pintor y aficionado al ajedrez. Ángela le dio la mano cortésmente y se presentó aunque, por supuesto, omitió el hecho de que fuera menor de edad. Tenía miedo de que el anciano, al saberlo, la echara de su casa sin haber visto un céntimo.
Andrés le comento que, como a todo buen pintor figurativo, le convenía practicar el dibujo del cuerpo humano. Por esa razón había puesto el anuncio en el periódico. El pintor se sentó tranquilamente en su silla, llenó el caballete con varias hojas en blanco y, tomando un pequeño carbón, mandó a la chica que se desnudara.
Ángela, algo avergonzada por su inexperiencia, fue desvistiéndose y finalmente, quedó desnuda por completo. La muchacha con sus largos cabellos rubios y una piel fina y delicada, ofrecía al anciano un bello espectáculo. Andrés ni se inmutó. Ángela, roja de la vergüenza, no sabía qué hacer ante su espectador, pero el anciano, con algo de paciencia, le indicó qué posturas debía buscar y empezó a llenar sus hojas con rápidos esbozos. El hombre escrutaba cada curva y cada pliegue con la máxima profesionalidad mientras la muchacha permanecía quieta, como una estatua.El anciano le comentó que entonces que era bueno ser rápido en la toma de bocetos porque si no, el sol variaba su posición y el juego de luces y sombras cambiaba por completo, arruinando el dibujo. La muchacha atendía con curiosidad a las explicaciones de Andrés ya que el mundo de la pintura le parecía fascinante. En cambio, durante los inevitables y largos silencios, la joven tenía que contentarse con algunas miradas de reojo al desordenado estudio del pintor. Había infinidad de telas sin estrenar, bocetos de pintura, pinceles siempre remojados y un tablero e ajedrez con las piezas desparramadas por el suelo.
Terminada la sesión, la muchacha se acercó al anciano, con curiosidad para ver los bocetos que éste había tomado, pero el pintor escondiéndolos, se negó en rotundo y le dijo que jamás enseñaba sus borradores a nadie. La joven protestó, sorprendida por la negativa, pero el viejo Andrés se mostró inflexible. Pagó a Ángela lo convenido y quedaron para la siguiente semana.
La segunda sesión fue mucho más cómoda para Ángela, que empezó a acostumbrarse ya al hecho de permanecer desnuda bajo la atenta mirada del anciano. En cierto sentido, la enorgullecía ser la musa de un pintor. Mediante sus cuadros, ella sería eternamente mirada en los museos. Era lo más cercano a la mortalidad. ¿Qué más podía pedir?.
Mientras trazaba sus esbozos, Andrés le confesó que sus dos grandes pasiones eran la pintura y el ajedrez. Tal revelación no sorprendió demasiado a la chica, que había percibido ya esa extraña veneración que el anciano sentía por el ajedrez. Andrés, improvisando una clase, le explicó qué, desde muy antiguo, el ajedrez había sido fuente de inspiración de inspiración para multitud de artistas y artesanos. De la edad media, por ejemplo, se conservaban todavía numerosas miniaturas en las que aparecían damas y caballeros jugando al noble juego. Sus favoritas, eran las del libro de Alfonso X el Sabio reflejaban aspectos esenciales del juego. En tono de mofa, relató a la muchacha que, en más de una ocasión, los pintores, completos ignorantes del ajedrez, pintaban mal el tablero equivocado, las casillas o la posición de las piezas. ¿Era posible tanta majadería? Juan Gris o Kandisnky habían hecho algo parecido perro lo suyo era algo mucho peor. Esa gente, vanguardistas de la peor calaña, lo hacían a propósito para degenerar el arte. El hombre frunció el ceño y enarboló su carboncillo en alto mientras explicaba todo esto. La muchacha, notando el enfado del viejo, tuvo que hacer grandes esfuerzos para contener la risa. Andrés parecía un hombrecillo muy simpático pero, cuando hablaba de ajedrez, su carácter adoptaba un tono muy reaccionario, casi fanático.
Finalmente, cuando las sombras empezaron a alargarse con el ocaso del sol, Andrés dio por concluida la sesión. Ángela intentándolo de nuevo, puso carita de niña buena y suplicó ver los bocetos, pero el viejo, terco como una mula, volvió a negarse y los guardó en una carpeta. Resignada, la muchacha recogió su dinero y se marchó una vez más, sin ver croquis alguno.
La siguiente sesión deparó a la joven un interesante descubrimiento. Mientras estaba posando, la muchacha sintió ganas de ir al baño. Avergonzada, preguntó al anciano por el servicio y éste, suspirando hondamente, le indicó la dirección. Segunda puerta a la derecha. Ángela abandonó su puesto, y, sin vestirse, fue al baño.
Pero, fuera por los nervios o por casualidad del destino, se equivocó de habitación. Ángela, abrió la puerta y, sorprendida, halló una mole oculta bajo una gran sábana. Llena de curiosidad, la joven apartó la sábana y he aquí lo que vio: un extraño e inmenso lienzo, de varios metros de largo. Desconcertada, retrocedió varios metros para contemplarlo mejor. Pintadas en el cuadro, había una gran cantidad de piezas de ajedrez, centenares o quizás miles, que se acumulaban en total desorden y variedad, sobre un suelo similar al de un tablero de ajedrez. Había piezas de todos los estilos y tamaños pero por mucho que uno las examinaba, no era capaz de encontrar dos piezas del mismo juego. La muchacha estaba perpleja, devanándose los sesos por encontrar un sentido a todo aquello. De pronto, el frío tacto de una mano en su hombro la devolvió a la realidad. Asustada, la muchacha lanzó un grito aterrador pero rápidamente se calmó cuando comprobó que era Andrés. Le indicó la puerta correcta, Ángela pidió perdón varias veces y, dando saltitos, corrió hasta el baño mientras el anciano volvía a cubrir el lienzo.
La muchacha, sentada en el baño, todavía se preguntaba la razón de tanta pieza cuando sintió un escalofrío al intuir que era observada. Miró alrededor buscando agujeros de fisgón pero, al no encontrarlos, supuso que solamente eran imaginaciones suyas.
De regreso al estudio. Ángela halló al pintor en su silla, con el carboncillo en la mano. La muchacha retomó la postura lo mejor que pudo y ambos continuaron la sesión. Andrés rompió el silencio, le explicó que el mural que había visto sería su obra maestra. Era un proyecto en el que venía trabajando desde hacía muchos años. Ángela se entristeció al comprobar que, en su obra maestra el pintor no había contado con ella pero Andrés, con un extraño don de la oportunidad, le comentó que algún día ella formaría parte de la obra. La muchacha sonrió con orgullo, felicitándose de ser su musa, su fuente de inspiración. Su rostro se haría famoso y aparecería en miles de libros y reproducciones. Todos admirarían al fin su belleza. Complacida. Ángela se abandonó a sus fantasías más íntimas.
La noche extendió su negro manto y, falto de luz, el pintor decidió parar. La muchacha recogió sus ropas y se vistió rápidamente mientras el viejo, contando los billetes, pagaba generosamente a la muchacha. Ángela, dándole un beso en la mejilla se marchó feliz. Era su musa.
La semana siguiente, Ángela llegó risueña, dispuesta a posar para su pintor, y se desnudó por completo. Pero esta vez, el anciano no cogió los carboncillos. Preparó el tablero de ajedrez y dispuso las piezas en formación de salida. Andrés propuso a la muchacha jugar una partida de ajedrez y, para ser más persuasivo, le aseguró que si Ángela ganaba, haría una excepción y le mostraría los bocetos.
La joven deseosa de verse en el papel, aceptó aunque reconoció que apenas sabía mover las piezas. El hombre soltó una carcajada y le dijo que no se preocupara. Jugarían al ajedrez como solían hacer el pintor Marcel Duchamp y su modelo Eva Babitz. Aquello interesó a Ángela, ilusionada con la idea de ser “su modelo”, y pidió a Andrés que le contara más detalles sobre ambos. El anciano, avanzando la pieza en el tablero, le contó que Marcel Duchamp fue un pintor muy famosos que acabó dejando la pintura para centrarse en el ajedrez. Tal era su obsesión que la magia del tablero acabó centrando todos sus anhelos y Duchamp sacrificó la pintura a favor del ajedrez. Ángela se preocupó, no podía evitar pensar que ocurriría con ella si le sucedía lo mismo a Andrés. Como si adivinara sus pensamientos, el anciano dijo que no compartía la actitud e Duchamp y sentenció que la pintura y el ajedrez eran dos formas compatibles de arte. Es más, consideraba que podían fundirse.
Finalizado el discurso sobre Duchamp, la muchacha esperaba un relato sobre Eva Babitz, la misteriosa modelo, pero Andrés no añadió nada más y se limitó a ir ejecutando sus jugadas. Armándose de valor, Ángela preguntó a Andrés sobre Eva. El anciano molesto por la interrupción, aseguró que le contaría la historia en otra sesión. Ángela captó la indirecta y guardó silencio.
Para Andrés el tablero se convertía en un improvisado lienzo y, sobre él, las jugadas se deslizaban como suaves pinceladas en una tela. Constituían un sella de identidad. Así durante el intercambio de movimientos, los jugadores plasmaban su esencia en el tablero y se fundían con el otro. Por eso consideraba de vital importancia esa partida. Andrés había estudiado a fondo la expresión corporal de la muchacha y había averiguado muchas cosas sobre ella pero necesitaba contemplar su investigación. Conocía al dedillo su cuerpo de adolescente, esbelto y delicado. También conocía sus gestos, la mirada tímida y esquiva, casi sumisa, el coqueto balanceo de sus caderas, su discreta sonrisa, pero necesitaba algo más. El ajedrez plasmaría la personalidad de la chica y por fin tendría acceso completo a ella. Sólo así podría pintarla con absoluta exactitud.
Ángela pintó lo mejor que supo. No quería defraudar al pintor. Fue avanzando las piezas con optimismo juvenil pero la experiencia de su viejo y canoso rival pronto decantó la partida. La muchacha permanecía tan absorbida por el juego que ni se había tomado la molestia de volver a vestirse. Permanecía ante el anciano, reclinada a la manera goyesca, sobre un costado. Viendo que la joven demoraba su respuesta, Andrés optó por analizar el juego de la muchacha. Sus jugadas desprendían vitalidad y energía. No había duda de que, más que ganar, la chica lo que quería era impresionarle. Eso resultaba interesante. No le importaba ganar o perder. Sólo quería quedar bien, ser una digna rival. Incluso ahora, al borde de la derrota, retozaba confiada ante el tablero, confiada en la victoria del pintor. Tenía tan asumida su derrota que cuando Andrés anunció el mate, la chica se limitó a sonreír y a alabar la sabiduría del anciano. En ese instante, Andrés supo que ya era suya. Sin saberlo, Ángela le había confiado sus secretos más íntimos.
Satisfecho, el pintor llenó su paleta de colores, cargó con su maleta de bocetos y, esgrimiendo un fino pincel, indicó a la muchacha que lo siguiera. Había llegado el momento de pintarla en su obra maestra. Ángela, ilusionada por completa, siguió al anciano hasta la habitación que contenía aquel gran lienzo. ¡Por fin alcanzaría renombre! ¡Sería su musa!.
Ya en la habitación, el anciano apartó la sábana y dejó al descubierto el inmenso cuadro. Mandó a Ángela situarse detrás del lienzo pero a la vista del pintor. Ella eligió la pose que creyó más conveniente y permaneció inmóvil bajo la atenta llamada mirada de Andrés. Había llegado el momento que tanto había estado esperando. Los hados, por fin, se habían decantado en su favor.
El pintor abrió su carpeta y examinó detenidamente los esbozos. Embadurnó su pincel y comenzó a pintar con gran rapidez. La muchacha sintió entonces un fuerte hormigueo en todo el cuerpo. ¿Se le habían dormido las piernas?. Sería el frío. Más cuando quiso darse cuenta, contempló con horror que ya no tenía piernas. Convertidas en una masa blanquecina y amorfa, ahora formaban una endurecida base cilíndrica. Aterrada, quiso gritar pero no pudo. Tampoco tenía boca. Una corteza blanca y fría estaba invadiendo sus miembros, recubriéndolos, transformándolos. Lo último que pudo contemplar, antes de perder la visión, fue un suelo escaqueado y, a su lado, cientos y miles de piezas que se acumulaban en total desorden y variedad. Agotadas sus fuerzas, Ángela palideció y, vencida por el esfuerzo, se apagó.
El viejo examinó con satisfacción la obra. Ese pequeño peón blanco, fino y delicado, encajaba perfectamente con el resto de la composición. Apilado junto a tantas piezas, lograba mantener su propia personalidad. Despedía candor y confianza. Andrés sonrió.
El mundo era un tablero maravilloso en el que todos nosotros vagábamos como piezas.
Andrés regresó de nuevo al estudio y miró fijamente su reloj de pulsera. Parecía tener prisa. Puso el pincel en remojo y guardó la paleta. Observó por última vez los bocetos, que mostraban peones en distintos ángulos y posiciones, y los tiró a la basura. También se deshizo de las cosas de la chica. Cuando hubo recogido todo aquello, llamaron a la puerta.
Con paso tembloroso pero decidido, Andrés atravesó el largo pasillo con olor a naftalina y trementina y, ceremoniosamente, abrió la puerta.
Ante él, en el rellano, había un muchacho africano de unos veinte años. El joven se quitó su sombrero y, tras saludar educadamente, le preguntó por el anuncio...



3 comentarios:

  1. Excelente!!!. Me encantó la historia. Fascinante para los amantes del ajedrez, aterrador para quienes no ven la vida como una partida de ajedrez y temen quedar atrapados en el mundo de las 64 casillas, convirtiéndose en un peón más inmóvil y en silencio, presos en la cotidianidad y a merced de las ideas de alguien mas.

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  2. La historia tiene la aptitud de una partida clásica del ajedrez, donde las combinaciones engalanan el juego romántico, quizá se incite a retroceder un poco con visión casi infantil y posicionar como es debido la fantasía que hay que alimentar, si la apertura del cuento está llena de insinuaciones que son aceptadas amigablemente, se cuestiona igual a un escrito del sr POE manteniendo misterio hasta el final. JORGE LUIS ROA LLAMAS...

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  3. UNA HISTORIA MUY INTERESANTE... LLENA DE UN APASIONANTE MISTERIO QUE ATRAPA AL LECTOR Y LO OBLIGA A SEGUIR LEYENDO EN BUSCA DEL DESENLACE... COMO DIJERA EL GRAN FISCHER EL AJEDREZ ES LA VIDA!!!

    SALUDOS DESDE CHIVACOA...

    MARCO AURELIO RAMOS

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