miércoles, 26 de diciembre de 2012

EL REY NEGRO POR JUAN JOSE ARREOLA




Fotografia: Marcos Hernandez

EL REY NEGRO
Por Juan José Arreola

Yo soy el tenebroso, el viudo, el inconsolable que sacrificó la última torre para llevar un peón femenino hasta la séptima línea, frente al alfil y el caballo de las blancas.

Hablo desde mi base negra. Me tentó el demonio en la hora tórrida, cuando tuve por lo menos asegurado el empate. Soñé la coronación de una dama y caí en un error de principiante, en un doble jaque elemental...

Desde el principio jugué mal esta partida: debilidades en la apertura, cambio apresurado de piezas con clara desventaja... Después entregué la calidad para obtener un peón pasado: el de la dama. Después...

Ahora estoy solo y vago inútil de blancas noches y de negros días, tratando de ocupar casillas centrales, esquivando el mate de alfil y caballo. Si mi adversario no lo efectúa en un cierto número de movimientos, la partida es tablas. Por eso sigo jugando, atenido en última instancia al Reglamento de la Federación Internacional de Ajedrez, que a la letra dice: Inciso 4) Cuando un jugador demuestra que cincuenta jugadas, por lo menos, han sido realizadas por ambas partes sin que haya tenido lugar captura alguna de pieza ni movimiento de peón.

El caballo blanco salta de un lado a otro sin ton ni son, de aquí para allá y de allá para acá. ¿Estoy salvado? Pero de pronto me acomete la angustia y comienzo a retroceder inexplicablemente hacia uno de los rincones fatales.

Me acuerdo de una broma del maestro Simagin: el mate de alfil y caballo es más fácil cuando uno no sabe darlo y lo consigue por instinto, por una implacable voluntad de matar.

La situación ha cambiado. Aparece en el tablero el Triángulo de Deletang y yo pierdo la cuenta de las movidas. Los triángulos se suceden uno tras otro, hasta que me veo acorralado en el último. Ya no tengo sino tres casillas para moverme: uno caballo rey y uno y dos torre.

Me doy cuenta entonces de que mi vida no ha sido más que una triangulación. Siempre elijo mal mis objetivos amorosos y los pierdo uno tras otro, como el peón de siete dama. Ahora tres figuras me acometen: rey, alfil y caballo. Ya no soy vértice alguno. Soy un punto muerto en el triángulo final. ¿Para que seguir jugando? ¿Por qué no me dejé dar el mate pastor? ¿O de una vez el del loco? ¿Por qué no caí en una variante de Legal? ¿Por qué no me mató Dios mejor en el vientre de mi madre, dejándome encerrado allí como en la tumba de Filidor?

Antes de que me hagan la última jugada decido inclinar mi rey. Pero me tiemblan las manos y lo derribo del tablero. Gentilmente mi joven adversario lo recoge del suelo, lo pone en su lugar y me mata en uno torre, con el alfil.

Ya nunca más volveré a jugar al ajedrez. Palabra de honor. Dedicaré los días que me queden de ingenio al análisis de las partidas ajenas, a estudiar finales de reyes y peones, a resolver problemas de mate en tres, siempre y cuando en ellos sea obligatorio el sacrificio de la dama.

jueves, 20 de diciembre de 2012

El tablero de ajedrez








Ángela llamó al timbre. La muchacha, de apenas dieciséis años, estaba un poco nerviosa pues era la primera vez que hacía una cosa así y tenía miedo de que hubiera ido a topar con un pervertido de esos que se hacen pasar por artistas o fotógrafos. ¡Había escuchado tantas historias! Pero necesitaba el dinero y llamó de nuevo.
De pronto, la puerta se abrió con brusquedad y apareció un anciano enclenque y arrugado. Parecía sacado de una película de terror. El hombre no dijo nada, y se limitó a mirar fijamente a la chica. La muchacha tragó saliva y preguntó por el anuncio, señalando el periódico. El anciano, asintiendo con la cabeza, la hizo pasar con un gesto. Ángela vaciló por unos instantes, pero acabó entrando. No podía elegir. Necesitaba el dinero.
El anciano, con paso tembloroso pero decidido, la llevó por un largo corredor que parecía no acabar nunca. Infinidad de cuadros, de todos los tamaños y estilos, decoraban unas paredes rancias y amarillentas. El aire estaba algo viciado y despedía un cierto hedor a naftalina. Parecía un viejo museo con toda clase de bodegones, paisajes y retratos antiguos en los que, misteriosamente siempre aparecía el ajedrez como tema pictórico. Finalmente llegaron ante una puerta carcomida por los años y el anciano, abriéndola de par en par, la invitó a pasar. La muchacha obedeció, con algo de miedo, pero acabó pasando, una vez dentro, Ángela pudo observar una sala grande, perfectamente iluminada por los rayos de luz que se filtraban a través de unos anchos ventanales. La sala, con manchas de pintura en el suelo, estaba repleta de cuadros, cientos de cuadros y todos ellos de ajedrez. También había varios caballetes y flotaba en el ambiente un inconfundible olor a aguarrás y trementina. Sin duda, era el estudio de un pintor, aunque un pintor muy singular.
El anciano se presentó como Andrés Velasco y, señalando sus cuadros le confirmó que era pintor y aficionado al ajedrez. Ángela le dio la mano cortésmente y se presentó aunque, por supuesto, omitió el hecho de que fuera menor de edad. Tenía miedo de que el anciano, al saberlo, la echara de su casa sin haber visto un céntimo.
Andrés le comento que, como a todo buen pintor figurativo, le convenía practicar el dibujo del cuerpo humano. Por esa razón había puesto el anuncio en el periódico. El pintor se sentó tranquilamente en su silla, llenó el caballete con varias hojas en blanco y, tomando un pequeño carbón, mandó a la chica que se desnudara.
Ángela, algo avergonzada por su inexperiencia, fue desvistiéndose y finalmente, quedó desnuda por completo. La muchacha con sus largos cabellos rubios y una piel fina y delicada, ofrecía al anciano un bello espectáculo. Andrés ni se inmutó. Ángela, roja de la vergüenza, no sabía qué hacer ante su espectador, pero el anciano, con algo de paciencia, le indicó qué posturas debía buscar y empezó a llenar sus hojas con rápidos esbozos. El hombre escrutaba cada curva y cada pliegue con la máxima profesionalidad mientras la muchacha permanecía quieta, como una estatua.El anciano le comentó que entonces que era bueno ser rápido en la toma de bocetos porque si no, el sol variaba su posición y el juego de luces y sombras cambiaba por completo, arruinando el dibujo. La muchacha atendía con curiosidad a las explicaciones de Andrés ya que el mundo de la pintura le parecía fascinante. En cambio, durante los inevitables y largos silencios, la joven tenía que contentarse con algunas miradas de reojo al desordenado estudio del pintor. Había infinidad de telas sin estrenar, bocetos de pintura, pinceles siempre remojados y un tablero e ajedrez con las piezas desparramadas por el suelo.
Terminada la sesión, la muchacha se acercó al anciano, con curiosidad para ver los bocetos que éste había tomado, pero el pintor escondiéndolos, se negó en rotundo y le dijo que jamás enseñaba sus borradores a nadie. La joven protestó, sorprendida por la negativa, pero el viejo Andrés se mostró inflexible. Pagó a Ángela lo convenido y quedaron para la siguiente semana.
La segunda sesión fue mucho más cómoda para Ángela, que empezó a acostumbrarse ya al hecho de permanecer desnuda bajo la atenta mirada del anciano. En cierto sentido, la enorgullecía ser la musa de un pintor. Mediante sus cuadros, ella sería eternamente mirada en los museos. Era lo más cercano a la mortalidad. ¿Qué más podía pedir?.
Mientras trazaba sus esbozos, Andrés le confesó que sus dos grandes pasiones eran la pintura y el ajedrez. Tal revelación no sorprendió demasiado a la chica, que había percibido ya esa extraña veneración que el anciano sentía por el ajedrez. Andrés, improvisando una clase, le explicó qué, desde muy antiguo, el ajedrez había sido fuente de inspiración de inspiración para multitud de artistas y artesanos. De la edad media, por ejemplo, se conservaban todavía numerosas miniaturas en las que aparecían damas y caballeros jugando al noble juego. Sus favoritas, eran las del libro de Alfonso X el Sabio reflejaban aspectos esenciales del juego. En tono de mofa, relató a la muchacha que, en más de una ocasión, los pintores, completos ignorantes del ajedrez, pintaban mal el tablero equivocado, las casillas o la posición de las piezas. ¿Era posible tanta majadería? Juan Gris o Kandisnky habían hecho algo parecido perro lo suyo era algo mucho peor. Esa gente, vanguardistas de la peor calaña, lo hacían a propósito para degenerar el arte. El hombre frunció el ceño y enarboló su carboncillo en alto mientras explicaba todo esto. La muchacha, notando el enfado del viejo, tuvo que hacer grandes esfuerzos para contener la risa. Andrés parecía un hombrecillo muy simpático pero, cuando hablaba de ajedrez, su carácter adoptaba un tono muy reaccionario, casi fanático.
Finalmente, cuando las sombras empezaron a alargarse con el ocaso del sol, Andrés dio por concluida la sesión. Ángela intentándolo de nuevo, puso carita de niña buena y suplicó ver los bocetos, pero el viejo, terco como una mula, volvió a negarse y los guardó en una carpeta. Resignada, la muchacha recogió su dinero y se marchó una vez más, sin ver croquis alguno.
La siguiente sesión deparó a la joven un interesante descubrimiento. Mientras estaba posando, la muchacha sintió ganas de ir al baño. Avergonzada, preguntó al anciano por el servicio y éste, suspirando hondamente, le indicó la dirección. Segunda puerta a la derecha. Ángela abandonó su puesto, y, sin vestirse, fue al baño.
Pero, fuera por los nervios o por casualidad del destino, se equivocó de habitación. Ángela, abrió la puerta y, sorprendida, halló una mole oculta bajo una gran sábana. Llena de curiosidad, la joven apartó la sábana y he aquí lo que vio: un extraño e inmenso lienzo, de varios metros de largo. Desconcertada, retrocedió varios metros para contemplarlo mejor. Pintadas en el cuadro, había una gran cantidad de piezas de ajedrez, centenares o quizás miles, que se acumulaban en total desorden y variedad, sobre un suelo similar al de un tablero de ajedrez. Había piezas de todos los estilos y tamaños pero por mucho que uno las examinaba, no era capaz de encontrar dos piezas del mismo juego. La muchacha estaba perpleja, devanándose los sesos por encontrar un sentido a todo aquello. De pronto, el frío tacto de una mano en su hombro la devolvió a la realidad. Asustada, la muchacha lanzó un grito aterrador pero rápidamente se calmó cuando comprobó que era Andrés. Le indicó la puerta correcta, Ángela pidió perdón varias veces y, dando saltitos, corrió hasta el baño mientras el anciano volvía a cubrir el lienzo.
La muchacha, sentada en el baño, todavía se preguntaba la razón de tanta pieza cuando sintió un escalofrío al intuir que era observada. Miró alrededor buscando agujeros de fisgón pero, al no encontrarlos, supuso que solamente eran imaginaciones suyas.
De regreso al estudio. Ángela halló al pintor en su silla, con el carboncillo en la mano. La muchacha retomó la postura lo mejor que pudo y ambos continuaron la sesión. Andrés rompió el silencio, le explicó que el mural que había visto sería su obra maestra. Era un proyecto en el que venía trabajando desde hacía muchos años. Ángela se entristeció al comprobar que, en su obra maestra el pintor no había contado con ella pero Andrés, con un extraño don de la oportunidad, le comentó que algún día ella formaría parte de la obra. La muchacha sonrió con orgullo, felicitándose de ser su musa, su fuente de inspiración. Su rostro se haría famoso y aparecería en miles de libros y reproducciones. Todos admirarían al fin su belleza. Complacida. Ángela se abandonó a sus fantasías más íntimas.
La noche extendió su negro manto y, falto de luz, el pintor decidió parar. La muchacha recogió sus ropas y se vistió rápidamente mientras el viejo, contando los billetes, pagaba generosamente a la muchacha. Ángela, dándole un beso en la mejilla se marchó feliz. Era su musa.
La semana siguiente, Ángela llegó risueña, dispuesta a posar para su pintor, y se desnudó por completo. Pero esta vez, el anciano no cogió los carboncillos. Preparó el tablero de ajedrez y dispuso las piezas en formación de salida. Andrés propuso a la muchacha jugar una partida de ajedrez y, para ser más persuasivo, le aseguró que si Ángela ganaba, haría una excepción y le mostraría los bocetos.
La joven deseosa de verse en el papel, aceptó aunque reconoció que apenas sabía mover las piezas. El hombre soltó una carcajada y le dijo que no se preocupara. Jugarían al ajedrez como solían hacer el pintor Marcel Duchamp y su modelo Eva Babitz. Aquello interesó a Ángela, ilusionada con la idea de ser “su modelo”, y pidió a Andrés que le contara más detalles sobre ambos. El anciano, avanzando la pieza en el tablero, le contó que Marcel Duchamp fue un pintor muy famosos que acabó dejando la pintura para centrarse en el ajedrez. Tal era su obsesión que la magia del tablero acabó centrando todos sus anhelos y Duchamp sacrificó la pintura a favor del ajedrez. Ángela se preocupó, no podía evitar pensar que ocurriría con ella si le sucedía lo mismo a Andrés. Como si adivinara sus pensamientos, el anciano dijo que no compartía la actitud e Duchamp y sentenció que la pintura y el ajedrez eran dos formas compatibles de arte. Es más, consideraba que podían fundirse.
Finalizado el discurso sobre Duchamp, la muchacha esperaba un relato sobre Eva Babitz, la misteriosa modelo, pero Andrés no añadió nada más y se limitó a ir ejecutando sus jugadas. Armándose de valor, Ángela preguntó a Andrés sobre Eva. El anciano molesto por la interrupción, aseguró que le contaría la historia en otra sesión. Ángela captó la indirecta y guardó silencio.
Para Andrés el tablero se convertía en un improvisado lienzo y, sobre él, las jugadas se deslizaban como suaves pinceladas en una tela. Constituían un sella de identidad. Así durante el intercambio de movimientos, los jugadores plasmaban su esencia en el tablero y se fundían con el otro. Por eso consideraba de vital importancia esa partida. Andrés había estudiado a fondo la expresión corporal de la muchacha y había averiguado muchas cosas sobre ella pero necesitaba contemplar su investigación. Conocía al dedillo su cuerpo de adolescente, esbelto y delicado. También conocía sus gestos, la mirada tímida y esquiva, casi sumisa, el coqueto balanceo de sus caderas, su discreta sonrisa, pero necesitaba algo más. El ajedrez plasmaría la personalidad de la chica y por fin tendría acceso completo a ella. Sólo así podría pintarla con absoluta exactitud.
Ángela pintó lo mejor que supo. No quería defraudar al pintor. Fue avanzando las piezas con optimismo juvenil pero la experiencia de su viejo y canoso rival pronto decantó la partida. La muchacha permanecía tan absorbida por el juego que ni se había tomado la molestia de volver a vestirse. Permanecía ante el anciano, reclinada a la manera goyesca, sobre un costado. Viendo que la joven demoraba su respuesta, Andrés optó por analizar el juego de la muchacha. Sus jugadas desprendían vitalidad y energía. No había duda de que, más que ganar, la chica lo que quería era impresionarle. Eso resultaba interesante. No le importaba ganar o perder. Sólo quería quedar bien, ser una digna rival. Incluso ahora, al borde de la derrota, retozaba confiada ante el tablero, confiada en la victoria del pintor. Tenía tan asumida su derrota que cuando Andrés anunció el mate, la chica se limitó a sonreír y a alabar la sabiduría del anciano. En ese instante, Andrés supo que ya era suya. Sin saberlo, Ángela le había confiado sus secretos más íntimos.
Satisfecho, el pintor llenó su paleta de colores, cargó con su maleta de bocetos y, esgrimiendo un fino pincel, indicó a la muchacha que lo siguiera. Había llegado el momento de pintarla en su obra maestra. Ángela, ilusionada por completa, siguió al anciano hasta la habitación que contenía aquel gran lienzo. ¡Por fin alcanzaría renombre! ¡Sería su musa!.
Ya en la habitación, el anciano apartó la sábana y dejó al descubierto el inmenso cuadro. Mandó a Ángela situarse detrás del lienzo pero a la vista del pintor. Ella eligió la pose que creyó más conveniente y permaneció inmóvil bajo la atenta llamada mirada de Andrés. Había llegado el momento que tanto había estado esperando. Los hados, por fin, se habían decantado en su favor.
El pintor abrió su carpeta y examinó detenidamente los esbozos. Embadurnó su pincel y comenzó a pintar con gran rapidez. La muchacha sintió entonces un fuerte hormigueo en todo el cuerpo. ¿Se le habían dormido las piernas?. Sería el frío. Más cuando quiso darse cuenta, contempló con horror que ya no tenía piernas. Convertidas en una masa blanquecina y amorfa, ahora formaban una endurecida base cilíndrica. Aterrada, quiso gritar pero no pudo. Tampoco tenía boca. Una corteza blanca y fría estaba invadiendo sus miembros, recubriéndolos, transformándolos. Lo último que pudo contemplar, antes de perder la visión, fue un suelo escaqueado y, a su lado, cientos y miles de piezas que se acumulaban en total desorden y variedad. Agotadas sus fuerzas, Ángela palideció y, vencida por el esfuerzo, se apagó.
El viejo examinó con satisfacción la obra. Ese pequeño peón blanco, fino y delicado, encajaba perfectamente con el resto de la composición. Apilado junto a tantas piezas, lograba mantener su propia personalidad. Despedía candor y confianza. Andrés sonrió.
El mundo era un tablero maravilloso en el que todos nosotros vagábamos como piezas.
Andrés regresó de nuevo al estudio y miró fijamente su reloj de pulsera. Parecía tener prisa. Puso el pincel en remojo y guardó la paleta. Observó por última vez los bocetos, que mostraban peones en distintos ángulos y posiciones, y los tiró a la basura. También se deshizo de las cosas de la chica. Cuando hubo recogido todo aquello, llamaron a la puerta.
Con paso tembloroso pero decidido, Andrés atravesó el largo pasillo con olor a naftalina y trementina y, ceremoniosamente, abrió la puerta.
Ante él, en el rellano, había un muchacho africano de unos veinte años. El joven se quitó su sombrero y, tras saludar educadamente, le preguntó por el anuncio...



miércoles, 19 de diciembre de 2012

Alrededor de un tablero. Cuentos de ajedrez Pedro Ramos







Fotografia Marcos Hernández

TABLAS
Que nadie se engañe, sólo consigo la simplicidad con mucho esfuerzo.
CLARICE LISPECTOR, La hora de la estrella

¿Vienes? ¿Dónde estaba el tablero?
Donde siempre. Abajo, la primera puerta.
Ya estoy.
Sé que la música te parecerá demasiado alta, que nada más entrar por la puerta la bajarás hasta que casi no se oiga. Sé que miraré cómo lo haces y no diré nada, pero a mí me gusta escuchar la música así de alta, a ese volumen en el que no te permite pensar. Gritas:
¿Lo encuentras?
Sí, ya lo tengo preparado, ¿vienes? Estoy cansado de ser menos que un amor y más que un amigo
Eso es de una canción, ¿no?
Entras. Sonríes, sonríes al ver todo preparado. El té, el tablero, mis zapatillas rojas y rotas por las que asoma un dedo.
Son mis preferidas, las de estar por casa, cómodas, imprescindibles en cualquier tarde de domingo. Hablas:
¿De verdad que quieres jugar?
Con la que está cayendo, no querrás que paseemos por la playa. Vaya domingo.
¿Estás bien? Te pregunto porque sé la respuesta. Sé que algo no funciona, sé que fuera llueve y tú me asustas más que las nubes grises que se deshacen como de harina. Mientes: Claro que sí. ¿Qué me va a pasar? Quiero blancas Sales.
Siempre me ganas, Ángela. Ángela Ángela.
Ángela tendida en el suelo con un rayo de sol que se escapa entre dos nubes y se clava en tu espalda. Piensas qué mover, mientras mueves los pies, los dedos, unos contra otros, acariciando tu empeine. Tus pies y tus dedos, los rizos sobre la cara. Peón o caballo, piensas, y tus ojos negros tintineando de blancas a negras como si nada más tuviese importancia. Miento:
Deberíamos haber ido.
¿Para qué? Siempre te aburres.
¿Cómo decirte? No lo necesito. Ahora mismo (y mañana) sólo quiero que me beses, quiero estar así y que digas aquello de que nada importa. Aquello que decías cuando no era verdad igual que ahora. Levantas la mirada, tus dedos mantienen el peón suspendido a (millones de) centímetros del tablero. Qué difícil es decir lo que se piensa, por eso sólo digo tonterías:
Luego me lo echarás en cara.
Nunca salimos, eso es verdad.
Todo detenido: las gaviotas y las nubes, media señora tras el visillo, el gato que nos mira displicente. Digo:
Pero está lloviendo.
¿Y cuándo no?
Entonces, ¿por qué has dicho que no te importaba que nos quedáramos en casa?
Podíamos haber ido. Además, no voy a tener yo la culpa de que no deje de llover muevo, muevo una pieza sin mucho sentido.
Porque somos dos. Somos una pareja. Y sé que a ti no te apetecía estar con éstos.
Avanzas un alfil y de nuevo mi turno. No pienso, saco uno de mis caballos. Me cuesta la palabra en la boca. Te recoges el pelo y apartas mi caballo. Una menos. Las venas de tus manos. El anillo que te regalé.
Escrito: loco por ti. Sigo:
No sería la primera vez.
Me gusta pasar los días enteros sin salir, sin hablar con nadie. Sólo contigo. Encerrados.
Me gusta ver cómo pasa el tiempo y la nevera se queda vacía y mirar el sol esconderse detrás de ese edificio y tú que te enroscas en mi cuerpo y saborear el humo. Sí desde que están casados.
No sé qué tiene que ver digo mientras todas mis piezas, las pocas que quedan, se baten en retirada. Tú sabrás.
Pero si nunca has querido que nos casáramos.
Las cosas cambian.
Ya lo hemos hablado. ¿Qué diferencia habría?
Es una cuestión de compromiso.
Ángela por encima de todas. Me gustaría detener el tiempo en el desorden del domingo, tarde de cojines y manta arrugada, tus pies fríos, mirar el techo o la televisión, una partida de ajedrez. Deseo que nunca sea lunes. ¿Para qué cumplir con el lunes, el martes, el miércoles, el jueves y el viernes? Cumplir con el viernes, también. Domingo. Cada vez más cerca de la derrota. Sólo mi rey resiste. Se tambalea, huye, busca las cuerdas. Se levanta. Es una lucha desigual, de gigantes contra molinos. Murmuro: Pero yo no puedo estar más comprometido. En los cinco años que llevamos juntos te he respetado más que mi padre a mi madre.
No es un gran ejemplo.
Anda que los tuyos.
Pero no se han separado. No;  vivir, viven bajo el mismo techo.
Bueno, ¿y que tienen que ver mis padres en esto?
Pues no sé. Has sacado tú el tema.
¿Yo? Has sido tú el que ha dicho… Vale vale, qué más da.
No da igual, ¿ves? Ese es tu problema: piensas que todo da igual. Estás un poquito pesada hoy. Anda, mueve.
No quiero.
Venga.
Que no. Déjame en paz.
Mari Puri…
¡No me llames Mari Puri!
Perdona. A ver, ¿qué pasa?
Tú sabrás.
¿Terminamos la partida?
No quiero.
Dime qué he hecho.
Así que no lo sabes.
Pues no.
Da igual.
¿Me lo vas a decir?
Esto es muy fuerte. Que tenga yo que decirte lo que haces mal. Ni que fuera tu madre.
El sol se ha ido y tenemos que encender la luz. Una luz pequeña, amarilla y escondida detrás del sillón que nos permite seguir jugando. Ángela, tantas veces perdida, caramelo en los labios, flor. Ángela, Ángela moviendo un peón y acorralando a mi rey.
Tus manos, dedos, uñas tamborileando sobre el tablero y mi turno:
¿Te apetece una película?
Quiero acabar la partida.
Yo no. Y me miras, y me miras desde detrás del pelo, pero desde muy lejos.
Mantienes la mirada y vuelves a dejar que mi rey se escape, disfrutas arrinconándolo, lo conduces a donde no tiene salida, quieres ahogarlo, que me quede sin movimientos, porque no importa la derrota sino su ejecución.
Por lo menos alegra esa cara.
Mueve.
No quiero –repito.
¿Te rindes?
Hoy te has levantado cruzada, ¿eh?
Eres tan listo.
Estábamos desayunando y he pensado: domingo, resaca, no habla. Esta tarde toca.
Hay que ver lo bien que me conoces.
Por eso te casaste conmigo.
El verbo me traiciona. Agazapado, espera su oportunidad y me pone la zancadilla.
Me precipito desde mi garganta y caigo sobre el tablero para hacerme pedazos desde mis propias palabras, en mis propios pensamientos sin llegar a decir lo que digo, sin decir lo que pienso sin que tú, Ángela, escuches mis latidos. Corrijo:
Es una forma de hablar. En realidad, ya es como si estuviésemos casados, ¿no?
Quiero dejarlo todo tal como está, pero cómo decirlo. Metáforas. Y tú, tumbándote, ganadora:
Es otra de tus virtudes: las metáforas.
Oye, ¿has movido esa pieza?
Hace rato.
¿Y por qué no dices nada?
Ha dejado de llover.
Miro la ventana y es verdad. En el edificio de enfrente, un gato negro, redondo como una cucaracha, se estira, arquea el lomo. Sus ojos brillantes y verdes nos miran, nos han estado mirando. Cesó la lluvia, tienes razón.
¿Quieres que bajemos a dar un  paseo?
Acepto las tablas. La bandera blanca significa que has quedado satisfecha, pero ignoro tu próximo movimiento. Imposible predecirte, por eso siempre me ganas y te vuelves a reír mientras preguntas:
¿Contigo?
No, si quieres aviso al vecino.
Me interrumpes con un beso y luego tus labios. Tienes la nariz húmeda, los ojos cerrados. Nuestras manos se encadenan.
Demasiada ropa, muchas palabras que desnudar en poco tiempo, casi se nos acaba el domingo.
Corre a llamarle. Ya sabes que me ponen los viejos, calvos, con coleta. Y que no se lavan los dientes. Ríes, ríes con una risa hueca, desde lo más hondo. Y yo entre tus piernas:
Eres una lagartija. Siempre le vas a dar la vuelta a todo lo que diga. Siempre lo has hecho.
Palabras. Multitud de ellas salen de mi boca.
Y te gusta –susurras.
Mucho –digo.
¿Entonces? –preguntas.
Pero no es eso, no es así –resisto.
¿Hacemos el amor? –aseguras.
Sólo un poco –firmo.
Y uno sobre el otro rodamos sobre el tablero (como la vida), mezclando las piezas negras con las blancas. Buscamos y encontramos. Conocemos el cuerpo ajeno como si fuera nuestro, una especie de prolongación que no hace del todo caso.
Diálogos llenos de ideas, ideas de diálogos, donde lo más difícil (siempre) es decir te quiero.



domingo, 16 de diciembre de 2012

El Juego Ciencia

 Frente a frente dos ejércitos preparan su artilleria para la lucha que pronto se librará adelante.Los espera en medio el parcelado campo elaborado por el pintor de escaques.es demasiado tarde para retroceder, ahora el método y el análisis son esenciales

Cada uno tiene sus argumentos de guerra. Los ocho soldados valientes exponen su integridad, tomando la iniciativa en la primera línea de asedio. Ellos, quienes según grandes maestros en el tema son el alma del juego, cargan sobre sus hombros la responsabilidad de abrir paso a la caballería pesada. Gracias a los peones, pueden tomar sus posiciones los magníficos corceles en el corazón de la contienda, arroyando imponentes a quienes osan atravesarse en su paso; en su cabalgar son custodiados por los arqueros aliados, los alfiles, quienes son diestros con el arco y la flecha vitales cuando se acerca el final, cuando ya menguadas las fuerzas enemigas y emprendida por el restante la huída, las pueden alcanzar a grandes distancias. Claro está, de nada vale un buen ejército sin sus murallas, sin las seguras y pétreas fortificaciones de custodia. Por ello, posicionadas en los extremos del reino se encuadran las descollantes torres protegiendo a los dos soberanos monarcas que con suma sapiencia, desde el centro de operaciones dirigen sus fuerzas. Juntos el rey y la dama dan la vida por su pueblo atribulado. Quien se haya referido alguna vez al femenino como "sexo débil", jamás ha sido testigo de la fortaleza de la dama en el desarrollo de esta contienda épica, jamás ha conocido que es ella quien puede superar hasta siete veces la movilidad de la pieza más importante del tablero: el rey.

Al culminar la batalla, en la gloria del triunfo o el silencio de la derrota como sucede con los seres humanos, sin importar si se es peón o rey, todos los trebejos se van al mismo cajón.  Este es un escrito de mi amigo de la hermana Republica de Colombia el SR Samuel Garavito Gutierrez, a los amantes de la lectura y del juego ciencia.



viernes, 14 de diciembre de 2012

Consejos para controlar los nervios durante la partida.




 Por : Ernesto Rondon

Mis consejos son los siguientes:

No debes preocuparte si ganas o pierdes…cuando das el máximo de tu rendimiento o de tu nivel en cada partida.

Dar el máximo de tu esfuerzo ganes o pierdas…darlo todo… pase lo que pase…sin depender de un resultado para sentirte satisfecho o frustrado.

Debes de tener un plan definido en la conducción de tu partida…no debes andar como una veleta inventando o improvisando planes a cada jugada en donde se transforma o cambia la posición… concentra tus energías en plan preciso seguro y fácil de llevar a cabo.

No debes compararte con nadie, solo contigo mismo busca mejorar tu rendimiento a base de esfuerzo y sacrificio jugada a jugada.

Si pierdes dando el todo por el todo piensa que ganar entablar o perder forma parte de los torneos de ajedrez tan normal como cuando participas en cualquier deporte de competencia.

Debes cambiar el concepto de tragedia, tensión o frustración cuando te toca un jugador que este en el papel y en los números, sea favorito para vencer en el match entre ambos…te recomiendo siempre verlo como una oportunidad de transformación de los conceptos que tienes de ti mismo como jugador, como una prueba constante..Para que te des cuenta…cuanto has avanzado en este maravilloso deporte.

Juega con ganas, con ambición, buscando la victoria…buscando la meta de gol…atacar, presionar, molestar el normal desenvolvimiento de las piezas de tu oponente así como también su defensa.

No anticipes resultados de victorias o derrotas antes de una partida de ajedrez, lo que tenga que suceder pasara… tu verdadero poder y potencia esta en el presente, no en el futuro.

No importa cuantas personas miren tu partida, solo importa los planes estratégicos y tácticos de la posición, lo cual ya es bastante en que pensar.

Cuando das el 100 % de tus esfuerzos, el éxito llegara como cauce natural… no pretendas forzar las cosas… todo llega en el momento justo para ti.

Se feliz, alegre y jovial a la hora de inscribirte en un torneo….mira la oportunidad como una gran fiesta deportiva en la cual tu eres parte de esa fiesta y te diste esa oportunidad de oro de jugar en familia, con los amigos de la gran familia ajedrecística.

El miedo es un mecanismo que tiene la mente reactiva a sobrevivir ante un hecho de peligro, como un instinto algo así como si te fuera a pasar algo malo, ordena tus ideas y pon a tu cerebro a trabajar debidamente en lo que fuiste a hacer. Ganes, entables o pierdas lleva las riendas de tus pensamientos no permitas que se te desboquen tus miedos, domínalos y que no sea protagonistas sino tu concentración y meditación en la partida ordenadamente.

Si llegas a perder simplemente ríete suavemente y felicita a tu rival, es mejor ser así que crear un berrinche sin sentido, nada de malcriadeces ni tonterías, se un caballero del ajedrez de competencia.

Se feliz jugando al ajedrez.

Dios Los Bendiga A Todas Y Todos…