miércoles, 19 de diciembre de 2012

Alrededor de un tablero. Cuentos de ajedrez Pedro Ramos







Fotografia Marcos Hernández

TABLAS
Que nadie se engañe, sólo consigo la simplicidad con mucho esfuerzo.
CLARICE LISPECTOR, La hora de la estrella

¿Vienes? ¿Dónde estaba el tablero?
Donde siempre. Abajo, la primera puerta.
Ya estoy.
Sé que la música te parecerá demasiado alta, que nada más entrar por la puerta la bajarás hasta que casi no se oiga. Sé que miraré cómo lo haces y no diré nada, pero a mí me gusta escuchar la música así de alta, a ese volumen en el que no te permite pensar. Gritas:
¿Lo encuentras?
Sí, ya lo tengo preparado, ¿vienes? Estoy cansado de ser menos que un amor y más que un amigo
Eso es de una canción, ¿no?
Entras. Sonríes, sonríes al ver todo preparado. El té, el tablero, mis zapatillas rojas y rotas por las que asoma un dedo.
Son mis preferidas, las de estar por casa, cómodas, imprescindibles en cualquier tarde de domingo. Hablas:
¿De verdad que quieres jugar?
Con la que está cayendo, no querrás que paseemos por la playa. Vaya domingo.
¿Estás bien? Te pregunto porque sé la respuesta. Sé que algo no funciona, sé que fuera llueve y tú me asustas más que las nubes grises que se deshacen como de harina. Mientes: Claro que sí. ¿Qué me va a pasar? Quiero blancas Sales.
Siempre me ganas, Ángela. Ángela Ángela.
Ángela tendida en el suelo con un rayo de sol que se escapa entre dos nubes y se clava en tu espalda. Piensas qué mover, mientras mueves los pies, los dedos, unos contra otros, acariciando tu empeine. Tus pies y tus dedos, los rizos sobre la cara. Peón o caballo, piensas, y tus ojos negros tintineando de blancas a negras como si nada más tuviese importancia. Miento:
Deberíamos haber ido.
¿Para qué? Siempre te aburres.
¿Cómo decirte? No lo necesito. Ahora mismo (y mañana) sólo quiero que me beses, quiero estar así y que digas aquello de que nada importa. Aquello que decías cuando no era verdad igual que ahora. Levantas la mirada, tus dedos mantienen el peón suspendido a (millones de) centímetros del tablero. Qué difícil es decir lo que se piensa, por eso sólo digo tonterías:
Luego me lo echarás en cara.
Nunca salimos, eso es verdad.
Todo detenido: las gaviotas y las nubes, media señora tras el visillo, el gato que nos mira displicente. Digo:
Pero está lloviendo.
¿Y cuándo no?
Entonces, ¿por qué has dicho que no te importaba que nos quedáramos en casa?
Podíamos haber ido. Además, no voy a tener yo la culpa de que no deje de llover muevo, muevo una pieza sin mucho sentido.
Porque somos dos. Somos una pareja. Y sé que a ti no te apetecía estar con éstos.
Avanzas un alfil y de nuevo mi turno. No pienso, saco uno de mis caballos. Me cuesta la palabra en la boca. Te recoges el pelo y apartas mi caballo. Una menos. Las venas de tus manos. El anillo que te regalé.
Escrito: loco por ti. Sigo:
No sería la primera vez.
Me gusta pasar los días enteros sin salir, sin hablar con nadie. Sólo contigo. Encerrados.
Me gusta ver cómo pasa el tiempo y la nevera se queda vacía y mirar el sol esconderse detrás de ese edificio y tú que te enroscas en mi cuerpo y saborear el humo. Sí desde que están casados.
No sé qué tiene que ver digo mientras todas mis piezas, las pocas que quedan, se baten en retirada. Tú sabrás.
Pero si nunca has querido que nos casáramos.
Las cosas cambian.
Ya lo hemos hablado. ¿Qué diferencia habría?
Es una cuestión de compromiso.
Ángela por encima de todas. Me gustaría detener el tiempo en el desorden del domingo, tarde de cojines y manta arrugada, tus pies fríos, mirar el techo o la televisión, una partida de ajedrez. Deseo que nunca sea lunes. ¿Para qué cumplir con el lunes, el martes, el miércoles, el jueves y el viernes? Cumplir con el viernes, también. Domingo. Cada vez más cerca de la derrota. Sólo mi rey resiste. Se tambalea, huye, busca las cuerdas. Se levanta. Es una lucha desigual, de gigantes contra molinos. Murmuro: Pero yo no puedo estar más comprometido. En los cinco años que llevamos juntos te he respetado más que mi padre a mi madre.
No es un gran ejemplo.
Anda que los tuyos.
Pero no se han separado. No;  vivir, viven bajo el mismo techo.
Bueno, ¿y que tienen que ver mis padres en esto?
Pues no sé. Has sacado tú el tema.
¿Yo? Has sido tú el que ha dicho… Vale vale, qué más da.
No da igual, ¿ves? Ese es tu problema: piensas que todo da igual. Estás un poquito pesada hoy. Anda, mueve.
No quiero.
Venga.
Que no. Déjame en paz.
Mari Puri…
¡No me llames Mari Puri!
Perdona. A ver, ¿qué pasa?
Tú sabrás.
¿Terminamos la partida?
No quiero.
Dime qué he hecho.
Así que no lo sabes.
Pues no.
Da igual.
¿Me lo vas a decir?
Esto es muy fuerte. Que tenga yo que decirte lo que haces mal. Ni que fuera tu madre.
El sol se ha ido y tenemos que encender la luz. Una luz pequeña, amarilla y escondida detrás del sillón que nos permite seguir jugando. Ángela, tantas veces perdida, caramelo en los labios, flor. Ángela, Ángela moviendo un peón y acorralando a mi rey.
Tus manos, dedos, uñas tamborileando sobre el tablero y mi turno:
¿Te apetece una película?
Quiero acabar la partida.
Yo no. Y me miras, y me miras desde detrás del pelo, pero desde muy lejos.
Mantienes la mirada y vuelves a dejar que mi rey se escape, disfrutas arrinconándolo, lo conduces a donde no tiene salida, quieres ahogarlo, que me quede sin movimientos, porque no importa la derrota sino su ejecución.
Por lo menos alegra esa cara.
Mueve.
No quiero –repito.
¿Te rindes?
Hoy te has levantado cruzada, ¿eh?
Eres tan listo.
Estábamos desayunando y he pensado: domingo, resaca, no habla. Esta tarde toca.
Hay que ver lo bien que me conoces.
Por eso te casaste conmigo.
El verbo me traiciona. Agazapado, espera su oportunidad y me pone la zancadilla.
Me precipito desde mi garganta y caigo sobre el tablero para hacerme pedazos desde mis propias palabras, en mis propios pensamientos sin llegar a decir lo que digo, sin decir lo que pienso sin que tú, Ángela, escuches mis latidos. Corrijo:
Es una forma de hablar. En realidad, ya es como si estuviésemos casados, ¿no?
Quiero dejarlo todo tal como está, pero cómo decirlo. Metáforas. Y tú, tumbándote, ganadora:
Es otra de tus virtudes: las metáforas.
Oye, ¿has movido esa pieza?
Hace rato.
¿Y por qué no dices nada?
Ha dejado de llover.
Miro la ventana y es verdad. En el edificio de enfrente, un gato negro, redondo como una cucaracha, se estira, arquea el lomo. Sus ojos brillantes y verdes nos miran, nos han estado mirando. Cesó la lluvia, tienes razón.
¿Quieres que bajemos a dar un  paseo?
Acepto las tablas. La bandera blanca significa que has quedado satisfecha, pero ignoro tu próximo movimiento. Imposible predecirte, por eso siempre me ganas y te vuelves a reír mientras preguntas:
¿Contigo?
No, si quieres aviso al vecino.
Me interrumpes con un beso y luego tus labios. Tienes la nariz húmeda, los ojos cerrados. Nuestras manos se encadenan.
Demasiada ropa, muchas palabras que desnudar en poco tiempo, casi se nos acaba el domingo.
Corre a llamarle. Ya sabes que me ponen los viejos, calvos, con coleta. Y que no se lavan los dientes. Ríes, ríes con una risa hueca, desde lo más hondo. Y yo entre tus piernas:
Eres una lagartija. Siempre le vas a dar la vuelta a todo lo que diga. Siempre lo has hecho.
Palabras. Multitud de ellas salen de mi boca.
Y te gusta –susurras.
Mucho –digo.
¿Entonces? –preguntas.
Pero no es eso, no es así –resisto.
¿Hacemos el amor? –aseguras.
Sólo un poco –firmo.
Y uno sobre el otro rodamos sobre el tablero (como la vida), mezclando las piezas negras con las blancas. Buscamos y encontramos. Conocemos el cuerpo ajeno como si fuera nuestro, una especie de prolongación que no hace del todo caso.
Diálogos llenos de ideas, ideas de diálogos, donde lo más difícil (siempre) es decir te quiero.



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