Fotografia: Marcos Hernandez
EL REY NEGRO
Por Juan José Arreola
Yo soy el tenebroso, el viudo, el inconsolable que sacrificó
la última torre para llevar un peón femenino hasta la séptima línea, frente al
alfil y el caballo de las blancas.
Hablo desde mi base negra. Me tentó el demonio en la hora
tórrida, cuando tuve por lo menos asegurado el empate. Soñé la coronación de
una dama y caí en un error de principiante, en un doble jaque elemental...
Desde el principio jugué mal esta partida: debilidades en la
apertura, cambio apresurado de piezas con clara desventaja... Después entregué
la calidad para obtener un peón pasado: el de la dama. Después...
Ahora estoy solo y vago inútil de blancas noches y de negros
días, tratando de ocupar casillas centrales, esquivando el mate de alfil y
caballo. Si mi adversario no lo efectúa en un cierto número de movimientos, la
partida es tablas. Por eso sigo jugando, atenido en última instancia al
Reglamento de la Federación Internacional de Ajedrez, que a la letra dice:
Inciso 4) Cuando un jugador demuestra que cincuenta jugadas, por lo menos, han
sido realizadas por ambas partes sin que haya tenido lugar captura alguna de
pieza ni movimiento de peón.
El caballo blanco salta de un lado a otro sin ton ni son, de
aquí para allá y de allá para acá. ¿Estoy salvado? Pero de pronto me acomete la
angustia y comienzo a retroceder inexplicablemente hacia uno de los rincones
fatales.
Me acuerdo de una broma del maestro Simagin: el mate de
alfil y caballo es más fácil cuando uno no sabe darlo y lo consigue por
instinto, por una implacable voluntad de matar.
La situación ha cambiado. Aparece en el tablero el Triángulo
de Deletang y yo pierdo la cuenta de las movidas. Los triángulos se suceden uno
tras otro, hasta que me veo acorralado en el último. Ya no tengo sino tres
casillas para moverme: uno caballo rey y uno y dos torre.
Me doy cuenta entonces de que mi vida no ha sido más que una
triangulación. Siempre elijo mal mis objetivos amorosos y los pierdo uno tras
otro, como el peón de siete dama. Ahora tres figuras me acometen: rey, alfil y
caballo. Ya no soy vértice alguno. Soy un punto muerto en el triángulo final.
¿Para que seguir jugando? ¿Por qué no me dejé dar el mate pastor? ¿O de una vez
el del loco? ¿Por qué no caí en una variante de Legal? ¿Por qué no me mató Dios
mejor en el vientre de mi madre, dejándome encerrado allí como en la tumba de
Filidor?
Antes de que me hagan la última jugada decido inclinar mi
rey. Pero me tiemblan las manos y lo derribo del tablero. Gentilmente mi joven
adversario lo recoge del suelo, lo pone en su lugar y me mata en uno torre, con
el alfil.
Ya nunca más volveré a jugar al ajedrez. Palabra de honor.
Dedicaré los días que me queden de ingenio al análisis de las partidas ajenas,
a estudiar finales de reyes y peones, a resolver problemas de mate en tres,
siempre y cuando en ellos sea obligatorio el sacrificio de la dama.
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